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Adopción y penalización del amor

 

Hoy en día ya todos estamos de acuerdo con que la adopción es un acto de amor. No sólo por parte de los adultos que buscamos un hijo a quien amar, sino también por parte del niño que -con su instinto de supervivencia- llama a sus futuros padres enviándoles señales para ser encontrado.

Ahora bien, si todo esto se trata de amor, de un caudal de amor que intenta encontrar un cauce por donde desplegarse…tendríamos que interrogarnos por qué los esperados encuentros entre padres e hijos están repletos de obstáculos. Algunos padres buscamos durante años intoxicados con legajos interminables, viajamos por el país, perdemos días y días en burocracias kafkianas, rezamos, nos inscribimos en varios registros, visitamos sacerdotes, orfelinatos, comunidades pobres, asistentes sociales y abogados, nos convertimos en expertos de papeles y sellados, perdemos las esperanzas y cada tanto las renovamos, toleramos avisos de entrega de niños que resultan ser falsos, nos agotamos, nos desgastamos y nos volvemos a nutrir con la esperanza de encontrar al hijo que nos está esperando. ¿Es necesario? No digo que el Estado no asuma el control que requiere la entrega de un niño a adultos en condiciones de amarlo. Pero vale la pena preguntarnos qué es lo que estamos penalizando como sociedad, si la adopción la organizamos de modo tal que siempre sea compleja, difícil y traumática. Como miembros del Estado, deberíamos facilitar el encuentro. Mientras haya adultos deseando hijos y mientras haya niños deseando padres, todos deberíamos recibir el apoyo, la eficiencia, la información y los recursos para que la adopción se produzca cuanto antes en las mejores condiciones posiblesCada hora de la vida de un niño sin padres que lo amen, son meses enteros que en el futuro habrá que compensar. Las cuentas son negativas si esperamos. No hay ningún motivo para obstaculizar las adopciones, a menos que respondan a resabios inconscientes de prejuicios transgeneracionales. Aunque no sea muy bonito aceptarlo, la realidad nos muestra que aún juzgamos a las madres que no pueden concebir. Del mismo modo, aún juzgamos a las madres que no pueden hacerse cargo de los hijos que han parido. El día que hayamos superado como civilización los prejuicios respecto a lo que es correcto o incorrecto de la vida de los demás; ese día, no habrá niños sin padres y no habrá padres deseosos sin hijos. Ese día la capacidad de amar será algo usual. Y sólo entonces el mundo va a cambiar.

 

Laura Gutman