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Vincularnos con nuestra propia madre cuando devenimos madres

 

Iniciarnos en el ejercicio de la maternidad sin guías confiables es árido y desesperanzador. Las madres jóvenes esperamos nutrirnos de la comunidad de mujeres en conjunto que hoy en día está poco visible en los lugares que habitualmente frecuentamos, como el trabajo o los circuitos sociales. Lo que antiguamente las mujeres sabias asumíamos en una determinada comunidad, hoy está delegado en los supuestos saberes médicos o psicológicos, generalmente pautados en masculino.

Las madres jóvenes necesitamos el aval de otras madres y muy especialmente de la nuestra, si tenemos la suerte de que sea una mujer madura y generosa. ¿Qué necesitamos? Confianza. Confianza para contactar con nuestro mundo interior. Aliento para buscar nuestra propia esencia y vincularnos amorosamente con el niño pequeño.  Seguridad para sentir y amparar a ese ser absolutamente dependiente de cuidados maternos. Compañía para no perdernos en el cansancio y el agobio cotidianos. Generosidad para no hacernos cargo de los menesteres domésticos y estar disponibles para dedicarnos al niño. Palabras que nombren nuestras sensaciones ambivalentes de éxtasis y soledad, de pasión y locura, de amor y desesperación. Abrazos y caricias para sentirnos nutridas y amadas entre tanto llanto y tantas noches sin dormir.

Si las madres jóvenes recibimos ese torrente de amor y altruismo por parte de nuestra propia madre, las puertas de nuestro paraíso terrenal se abrirán bajo nuestros pies y la maternidad será una experiencia suave y llevadera.

Si somos mujeres maduras, contataremos que la llegada de un niño es un milagro y una bendición para todos, en la medida que sepamos que nuestras hijas y nueras necesitan nuestra protección. Ellas, no los niños. Muchas de ellas tienen bastante más edad que cuando nosotras nos hemos convertido en madres. Tienen más experiencia mundana, han recorrido más caminos y han concretado más intercambios en el terreno de los vínculos humanos. Por lo tanto es poco lo que podamos enseñarles. Sin embargo es indispensable que permanezcamos disponibles, abiertas, generosas, atentas, suaves, susurrantes y cariñosas. No importa si toman decisiones que no compartimos. Con seguridad serán las decisiones perfectas para ellas. Nadie mejor que nosotras sabe que durante el puerperio, cada palabra mal dicha, cada agresión indebida o cada preocupación redundante en la joven madre, perjudicará al niño. Por lo tanto sólo tenemos la obligación de estar silenciosamente presentes para aliviarles el trabajo doméstico, para decirles una y otra vez que estamos allí para cuidarlas y para ocuparnos del niño sólo si ellas necesitan que lo hagamos. Estamos para acompañarlas sin opinar, para protegerlas de sentencias sociales, para asegurarles que la leche fluirá en abundancia. Nuestra presencia será invisible pero sostenedora, protectora y defensora de cada mínimo detalle o necesidad de la madre reciente. Mantengamos nuestros oídos suaves para escuchar y brazos largos para abrazar. Usemos nuestro cuerpo caliente para cobijar y la experiencia de la madurez para asegurarles -en medio de una noche sin dormir- que eso, también va a pasar.

 

Laura Gutman